23 de abril de 2015

El fin de Holgueras

Todo fue cambiando. La Marta decidió empezar su vida cuando todo había terminado: se cruzaba en la calle con su exesposo, su amante moreno del Caribe, saludando como buenos amigos, como aquellos que compartieron el lecho sin mucha idea del amor. Es la adolescencia tardía a la que no todos, o todas, tenemos derecho. Este recuerdo penderá siempre como amenaza y duda en la frágil convicción de vivir de Carlos. Nada volverá a ser igual... A la nada anterior.

La Marta, el motivo del más falso divorcio de Segovia, cuando sus hijas tomaron su camino, optó por su perro y por ella, vía de Canarias, el destino más alejado al que podía pedir su traslado como profesora de instituto. Allí tiene que haber sol, vientos alisios (aquellos que en verano soplan del archipiélago hacia el Mar del Norte, buen sitio para morir), espacio para vivir y olvidar el Azoguejo, el acueducto, el frío álgido de enero que no entra en los bares pero que permite disfrutar la charla de las narices rojas con los parroquianos, amigos quizás. Un tabaco verdadero, de los que ella fuma, y uno sustituto de los que Carlos deberá dejar, como a El Trovador, a Ana, al despertador, a las pastillas de dormir y de despertarse. La única droga que Carlos repite es la rutina, como sus horas que ya no se anuncian con las campanas de la catedral, La Juvenil, las nietas por goteo, los churros, y esperar sin calendario una llamada de Robert, ahora que se puede llamar.