Todo fue cambiando. La Marta decidió
empezar su vida cuando todo había terminado: se cruzaba en la calle con su
exesposo, su amante moreno del Caribe, saludando como buenos amigos, como
aquellos que compartieron el lecho sin mucha idea del amor. Es la adolescencia
tardía a la que no todos, o todas, tenemos derecho. Este recuerdo penderá
siempre como amenaza y duda en la frágil convicción de vivir de Carlos. Nada
volverá a ser igual... A la nada anterior.
La Marta, el motivo del más falso
divorcio de Segovia, cuando sus hijas tomaron su camino, optó por su perro y
por ella, vía de Canarias, el destino más alejado al que podía pedir su
traslado como profesora de instituto. Allí tiene que haber sol, vientos alisios
(aquellos que en verano soplan del archipiélago hacia el Mar del Norte, buen
sitio para morir), espacio para vivir y olvidar el Azoguejo, el acueducto, el
frío álgido de enero que no entra en los bares pero que permite disfrutar la
charla de las narices rojas con los parroquianos, amigos quizás. Un tabaco
verdadero, de los que ella fuma, y uno sustituto de los que Carlos deberá
dejar, como a El Trovador, a Ana, al despertador, a las pastillas de dormir y
de despertarse. La única droga que Carlos repite es la rutina, como sus horas
que ya no se anuncian con las campanas de la catedral, La Juvenil, las nietas
por goteo, los churros, y esperar sin calendario una llamada de Robert, ahora
que se puede llamar.
La Marta le propondrá a Carlos irse
juntos a Canarias, como que si eso significara o importara algo frente a todo
lo que le ata a Segovia, y que nunca pudo desatar. Es el síndrome de los Reyes
Católicos, que Machado superó, pero los demás no pudimos. Segovia tiene algo
que nos lleva eternamente a ella.
El día que claudicaba el primer rey de
Franco, en primavera, sucedían estas cosas. Robert perdía su casa por deudas,
mientras conservaba los amigos. Damián, el equivalente de David, el hijo de
Carlos que escogió vivir como la vida le decía, por el que no se debía preguntar, se graduó en un masterado de
gerencia hostelera en la Ithaca americana. Está haciendo maletas para Ecuador,
con Pedro, su tierno hijo que nació allá.
La Valentina, la que vivió y le hizo
vivir al cineasta siete años, la que se enteró durante una cena en Berlín que
el show había terminado, prepara maletas para un doctorado en Nueva York, del
que no se vuelve. El Matías sigue aquí su vida en estilo propio, en estilo
Félix.
Holgueras también tiene rutinas: cuida y
limpia el restaurante, sirve y maneja la sala, va a la huerta... A fumar unos
tabacos, a ver cuántas gallinas ha perdido entre perro y zorros, a cosechar un
cubo de patatas. La huerta queda atrás del castillo, a unos tres cubatas de
distancia, unidad de medida republicana. ¿Qué será de la puerta trasera del
castillo de Turégano, en el que se ocultó Fernando mientras Isabel conspiraba
en Segovia, sin Holgueras y sus ovejas? Sí, porque el Holgueras de los tres mil
cerdos bíblicos, era ovejero, como el gran historiador del pueblo. Pueden dar
fe los lechazos faenados, bien tratados por Lourdes, la bella, la fiel
compañera de quien Robert poco habla. Tampoco habla de Lucy, también de ojos
verdes.
Una sombra de tristeza y soledad se
desliza por el recuerdo de los portales porticados, del beso en la mejilla, de
las historias del mentidero que construimos juntos. Holgueras, mi hermano, mi
alter ego, mi ego mismo, está enfermo, tiene un cáncer en la boca de aquellos
que no se pueden operar. No era un implante, ni la garganta lo que producía
dolor... Los médicos, como Félix, se confundieron. Hay esperanzas, pero se
desvelarán, talvez, inoportunas, cuando nos hayamos cansado de vivir. Lourdes
no puede sola; yo tampoco. Me queda siempre el Javi en el feisbuk. Zarza nos
contaba que alguien en la historia murió de apoplejía... Sí, de la tristeza que
puedo morir yo. Le prohibieron fumar, pero no se lo dijeron muy claro. La
Lourdes ni se entera, que para eso está la huerta. Es el camino, la luz, la
vida, esa vida radiante que se junta imperceptible con la muerte. Me pregunto
quién vivió mejor, si Carlos en su obsesión del no-ser, Robert, en la suya de
ser, o Félix, que fue siempre, auténtico, a su manera. No quiero llorar, es
solo que se humedecen mis ojos. «Señor ya me arrancaste lo que yo más quería...
/ Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar», el mar de Castilla, del que
habló Machado. Es un día de Junio, de sus inicios, como cuando Antonio, en
Segovia, conoció a Pilar. Carlos se jubiló del Instituto; quiere caminar.
Estos son los presagios del abril
siguiente, de una primavera en que no se nace, de la huerta abandonada. ¿Quién
ve por la huerta? ¿Quién verá por mí cuando Félix no esté? Se va la alegría, la
nobleza, la verdad pura… Se fue mi amigo, llevándose consigo una parte de mí,
para siempre. Carmelo no lo sabe aún. Me enteré por Damián, el de Escalona.
Carlos fue al tanatorio y dio un abrazo a Lourdes en mi nombre.
Este fue el guasap de Félix el último
viernes de su vida, antes de apagarse un lunes, día de la Dolorosa del Colegio:
«Amigo
rober,el otro dia cuando llamastes estaba donde mis padres y habia mas personas
entonces ,estube un poco cortado, ,porque estaban todos a preguntarme como
esteba,luego no pude hablar con soltura.estoy con muchos dolores y tomo mucha
medicacion por lo cual parece que estoy drogado. Por lo de mas vamos tirando el
negocio no va muy bien que digamos se vende muy poco la gente quiere comer y
llenar la barriga por dos euros y eso no puede ser para perder dinero es mejor
cerrar. y por lo demas a vivir lo que se pueda. bueno rober no se que contarte
mas.tu tambien tienes que tirar para delante,haber si con damian podeis hacer
lo que os proponeis,yo no se que vamos a hacer.bueno rober un abrazo muy fuerte
para ti y todos los tuyos y un gran beso. »
Qué hermoso.
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