Casa Holgueras en la sombra |
Los días de la Escuela de Hostelería fueron siempre fríos.
Madrid, nueve meses de invierno y tres de infierno. Las mañanas de otoño por el
Paseo del Ángel mordían las puntas de los dedos, y la primavera en la Casa de
Campo, junto al Lago, era tan gélida como los vientos que llegaban desde la
sierra de Guadarrama. La chaqueta blanca de algodón sólo nos hacía añorar el
verano. Las rutinas se enriquecieron con la fantasía y la ilusión de los años
frescos. La Villa y Corte tenía el encanto de un continente diferente,
elegante, sin el conflicto de la personalidad histórica de los sudamericanos.
Carlos y yo siempre comíamos en el primer turno, y
servíamos en el siguiente. Al abrirse la puerta del comedor había que ganar una
buena mesa, la más cercana a la cocina. Eran mesas para cuatro. Por alguna razón que me tardé años en
descubrir, Holgueras, desaliñado y sin afeitarse, flaco y narizón, pálido,
ojeroso, con un tabaco en la mano, siempre terminaba en nuestra mesa, a
disgusto nuestro. Carlos es de Segovia, la tierra del acueducto y el
cochinillo, y Félix, de Turégano, un pueblo de 1,200 habitantes a pocos
kilómetros de la ciudad del Alcázar, y tierra del cordero.
–«¡Joder! –exclamaba Carlos– ahí viene Holgueras».
Virábamos la cara cubriéndola con las manos, con la
esperanza que no nos viera... ¡Esfuerzo inútil!
Siempre daba con nosotros, y nos echaba su humo y sus perfumes. A
Holgueras nunca le interesó ni le preocupó el tema del que hablábamos. Él
pensaba en sí mismo, en su mundo de campesino, e irrumpía irreflexivamente con
cuentos e historias sin sentido que nos veíamos obligados a soportar.
–«¿Qué hacéis, chavales?». Jamás pidió permiso para sentarse.
–«Nada, Holgueras, nada», replicábamos de mal modo.
–«¿Qué habéis preparado, cocineros?», gritaba a otra mesa, disgustándolos también.
Y sin dar tiempo a respuesta, tampoco se interesó por las
respuestas, continuaba el monólogo exasperante.
–«¿Os vais a comer las patatas? ¿Eh, Robert?»
Con los labios gruesos y resignados le acercábamos el
plato para que se las engullera todas. Si la batalla estaba perdida, al menos
que durase poco.
–«Yo no sé para qué mi padre me ha manda’o aquí, si estaba tan bien en er pueblo».
Y nosotros nos preguntábamos para qué su padre lo habría
mandado allí, si estaba tan bien en el pueblo.
–«En mi pueblo, continuaba Holgueras, los veranos son fabulosos. Tendidos bajo los nogales mientras las ovejas pastan... Y en otoño, mi padre dirige la cacería del zorro. ¿Habéis ido a la caza del zorro? Pero es que en mi pueblo er diferente, porque se caza sin escopeta, y sólo pueden ir aquellos que tienen el ajuar, que es como un uniforme con faldas, y ¿sabéis qué? Tras la casa criamos perros muy finos para usarlos únicamente en la cacería, y los de mi padre son los mejores, y tenemos un cuadro muy, pero muy grande que cubre toda una pared con mi familia y otros hombres del pueblo al final de la cacería...»
Holgueras era agobiante, por la velocidad con la que
hablaba, porque ni nos regresaba a ver, y porque era imposible que pasaran
tantas cosas en Turégano, lugar que Carlos, como vecino del lugar, debía
conocer muy bien.
–«Holgueras, y luego ¿os coméis los perros, o los guardáis hasta el año próximo?» Tampoco le importaban nuestras ironías.
–«Robert, ¿cuándo vas para Turégano? Es que tienes que venir, macho, te va a encantar».
–«¿Y qué hay en Turégano, Félix?»
Cuando por fin se sintió importante, Holgueras desbordante
de alegría, prosiguió:
–«Mira, Robert, tú llegas en el autocar que se detiene en la mitad del pueblo... Hay una sola calle. Bajas del autocar, y ves un rótulo que dice “Casa de Holgueras”; entras allí y dices que vas de parte de Félix, y mi padre te da inmediatamente un cordero, que es el mejor cordero de Segovia. Mi padre es el asador. Luego vas a ver al fondo de la calle el bar “Pepillo”. Ves (sic) ahí de parte mía, y le dices a Pepillo, que es el mesonero, que te abra el castillo, que es la iglesia del pueblo, porque Pepillo es también el sacristán» .
–«¡Holgueras, joder! Ve con esos cuentos a los de turismo»
–«¡Qué sí, coño, que’r verdá! Venid cuando queráis»
Y así transcurrieron muchos almuerzos (comidas, dirían ellos), algunos desayunos
de bocata de sardina y cerveza, y muchos chatos y vueltas al lago. Vale decir
que Holgueras, en cualquier tronco del lago, era también el peluquero de la
clase, no por su arte, sino por ser el más barato: sólo teníamos que
escucharle.
Por las noches asistía yo a una escuela de turismo –para
ser director de hotel– en la Plaza de la Paja, cuesta arriba hacia la Puerta
del Sol, y los fines de semana salíamos de excursión por distintos sitios de
España... Hasta que llegó el día: La Ruta de los Castillos, por Segovia, incluyendo
La Granja de San Ildefonso, el Alcázar, Pedraza de la Sierra, tema de otra
historia, Sepúlveda y Turégano. Me sorprendí un poco de que hubiera un castillo
en Turégano, pero muchas veces sucede que el castillo anunciado es una pared
derruida, y el resto, imaginación.
Sábado de fin de otoño, temprano por la mañana, muy
arropados, iniciamos el recorrido. Pasado el medio día, cansados, llegamos por
una pequeña cuesta empedrada a Turégano. Por fin tendría la evidencia de las
impertinencias de Holgueras. La estrecha carretera, siempre en piedra, se
ensanchó, y el autobús se detuvo en la mitad. Algo perplejo descendí a la
calzada; mis compañeros se alejaban con la profesora que había iniciado las
explicaciones. Estaba atónito. Miré hacia el frente, y luego hacia atrás... y
allí estaba el rótulo: “Casa Holgueras”. Es la forma castiza de llamar a un
restaurante, como en francés, “Chez Maurice”, o en mallorquín (y catalán), “C’an
Pep”.
Con
la mirada fija y la boca entreabierta me dirigí hacia la casa. No había más
vehículos. Había que intentarlo todo.
–«Vengo de parte de Félix»
Y el mesonero, calvo y espigado, de mejillas coloradas,
sacó una muselina de su delantal de cuero para limpiarse las manos, y me
ofreció el cordero. Quería tocarlo para demostrarme que lo que estaba
sucediendo era verdad. Sentí alas dentro de mí. Estaba muy emocionado para
ponerle atención al complejo de culpa que llevaría dentro de mí los próximos
veinte años. No acepté el cordero; volví con la clase... A esas alturas el guía
era yo.
–«¿Ven ese rótulo allá abajo, a unas tres cuadras, que dice “Pepillo”?» Era el único rótulo, y fácil de ver porque la calle se angostaba.
–«Vamos, continué, que el mesonero tiene las llaves del castillo, y es también el sacristán del pueblo».
Y Pepillo, regordete por el alcohol, luego de servirnos
unos tragos para el frío, nos condujo al final de la calle, en la salida del
pueblo, a un castillo medieval, austero, pardo como todas las cosas en
Castilla, que se exhibía altivo sobre una pequeña colina. El castillo tenía una
espadaña, con campana y nido de cigüeña, y era también la iglesia.
Mi asombró se tornó en orgullo. Yo les mostraba algunos
secretos de La Ruta de los Castillos a los propios españoles. Me desesperaba
por hablar con Carlos en nuestra próxima parada, Segovia, en el Bar Quirós de
la calle Zorrilla, para contarle que todo era cierto, que Holgueras no mentía.
Desde ese lunes nos honró reservar el puesto de Holgueras,
y hacíamos silencio para escuchar sus fantasías, en las que queríamos estar.
Lustros más tarde volví a Segovia y a Turégano. Félix me buscó y me encontró,
por la explanada del alcázar.
–«¡Eh, Robert!»
Mi corazón latió con fuerza. Viré la cabeza. Era el mismo. Holgueras que siempre había
sido: despreocupado, dicharachero, inocente... Noble. Se acercó y me besó en la
mejilla, y yo le abracé y le besé. Fuimos a Turégano en un todoterreno de lujo,
que mantenía intacta la personalidad de su dueño: colillas por todas partes, periódicos viejos,
jeringuillas para ganado, guantes de caucho y miles de otras cosas que
parecían haber estado allí mucho tiempo. En el trayecto Holgueras decía tener
tres mil cerdos que criaban entre cuatro amigos. Yo lo miraba cautivado. Me
llevó a los tres bares del pueblo, exhibiéndome con orgullo. Bebimos un cubata
en cada uno, y Félix fumó unos cuantos cigarrillos. Vi el cuadro, un fresco en
realidad, con la escena de la cacería del zorro, y conocí a los dálmatas y los
galgos. En las afueras del pueblo tenía Holgueras los cerdos, gorditos y
rosados. Había bicicletas. Conocí a su esposa y sus chavales. Pepillo murió algo después.
Propaganda de Casa Holgueras |
Se lo debias a Holgueras.
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