10 de enero de 2015

Holgueras, el inicio

Casa Holgueras en la sombra
Los días de la Escuela de Hostelería fueron siempre fríos. Madrid, nueve meses de invierno y tres de infierno. Las mañanas de otoño por el Paseo del Ángel mordían las puntas de los dedos, y la primavera en la Casa de Campo, junto al Lago, era tan gélida como los vientos que llegaban desde la sierra de Guadarrama. La chaqueta blanca de algodón sólo nos hacía añorar el verano. Las rutinas se enriquecieron con la fantasía y la ilusión de los años frescos. La Villa y Corte tenía el encanto de un continente diferente, elegante, sin el conflicto de la personalidad histórica de los sudamericanos.
Luego de las prácticas con Luna, un imponente vampiro, aunque de baja estatura y redondo, de jaqué y cabello engomado, había tiempo para un pitillo en los corrillos, siempre protegidos por vitrales. La Escuela, ¡gloria a los tiempos del generalísimo!, tenía castas. Los de Turismo, niños bien que no tenían que guardar el protocolo estricto del uniforme, caminantes sin ritmo, con chequera y aroma de tabaco rubio. Nos miraban sobre el hombro. Las gobernantas, que no eran más que chicas de pueblo tratando de ser alguien. Los de Cocina, chavales rudos, eran los únicos que servían para algo definido, aunque ellos y nosotros –los de servicio– sólo estábamos para servir a los de Turismo. Los sudamericanos, entre los que equivocadamente se contaban los mexicanos, éramos también una clase, venida de pueblos más grandes, hijos de papá con hotel o fábrica o negocio, con una cultura, por decir algo, diferente.

Carlos y yo siempre comíamos en el primer turno, y servíamos en el siguiente. Al abrirse la puerta del comedor había que ganar una buena mesa, la más cercana a la cocina. Eran mesas para cuatro.  Por alguna razón que me tardé años en descubrir, Holgueras, desaliñado y sin afeitarse, flaco y narizón, pálido, ojeroso, con un tabaco en la mano, siempre terminaba en nuestra mesa, a disgusto nuestro. Carlos es de Segovia, la tierra del acueducto y el cochinillo, y Félix, de Turégano, un pueblo de 1,200 habitantes a pocos kilómetros de la ciudad del Alcázar, y tierra del cordero.
     –«¡Joder! –exclamaba Carlos– ahí viene Holgueras».
Virábamos la cara cubriéndola con las manos, con la esperanza que no nos viera... ¡Esfuerzo inútil!  Siempre daba con nosotros, y nos echaba su humo y sus perfumes. A Holgueras nunca le interesó ni le preocupó el tema del que hablábamos. Él pensaba en sí mismo, en su mundo de campesino, e irrumpía irreflexivamente con cuentos e historias sin sentido que nos veíamos obligados a soportar.
     –«¿Qué hacéis, chavales?». Jamás pidió permiso para sentarse.
     –«Nada, Holgueras, nada», replicábamos de mal modo.
     –«¿Qué habéis preparado, cocineros?», gritaba a otra mesa, disgustándolos también.
Y sin dar tiempo a respuesta, tampoco se interesó por las respuestas, continuaba el monólogo exasperante.
    –«¿Os vais a comer las patatas? ¿Eh, Robert?»
Con los labios gruesos y resignados le acercábamos el plato para que se las engullera todas. Si la batalla estaba perdida, al menos que durase poco.
    –«Yo no sé para qué mi padre me ha manda’o aquí, si estaba tan bien en er pueblo».
Y nosotros nos preguntábamos para qué su padre lo habría mandado allí, si estaba tan bien en el pueblo.
     –«En mi pueblo, continuaba Holgueras, los veranos son fabulosos.  Tendidos bajo los nogales mientras las ovejas pastan... Y en otoño, mi padre dirige la cacería del zorro.  ¿Habéis ido a la caza del zorro? Pero es que en mi pueblo er diferente, porque se caza sin escopeta, y sólo pueden ir aquellos que tienen el ajuar, que es como un uniforme con faldas, y ¿sabéis qué? Tras la casa criamos perros muy finos para usarlos únicamente en la cacería, y los de mi padre son los mejores, y tenemos un cuadro muy, pero muy grande que cubre toda una pared con mi familia y otros hombres del pueblo al final de la cacería...»
Holgueras era agobiante, por la velocidad con la que hablaba, porque ni nos regresaba a ver, y porque era imposible que pasaran tantas cosas en Turégano, lugar que Carlos, como vecino del lugar, debía conocer muy bien.
     –«Holgueras, y luego ¿os coméis los perros, o los guardáis hasta el año próximo?» Tampoco le importaban nuestras ironías.
     –«Robert, ¿cuándo vas para Turégano? Es que tienes que venir, macho, te va a encantar».
     –«¿Y qué hay en Turégano, Félix?»
Cuando por fin se sintió importante, Holgueras desbordante de alegría, prosiguió:
     –«Mira, Robert, tú llegas en el autocar que se detiene en la mitad del pueblo... Hay una sola calle.  Bajas del autocar, y ves un rótulo que dice “Casa de Holgueras”; entras allí y dices que vas de parte de Félix, y mi padre te da inmediatamente un cordero, que es el mejor cordero de Segovia.  Mi padre es el asador. Luego vas a ver al fondo de la calle el bar “Pepillo”. Ves (sic) ahí de parte mía, y le dices a Pepillo, que es el mesonero, que te abra el castillo, que es la iglesia del pueblo, porque Pepillo es también el sacristán» .
     –«¡Holgueras, joder! Ve con esos cuentos a los de turismo»
     –«¡Qué sí, coño, que’r verdá! Venid cuando queráis»
Y así transcurrieron muchos almuerzos (comidas, dirían ellos), algunos desayunos de bocata de sardina y cerveza, y muchos chatos y vueltas al lago. Vale decir que Holgueras, en cualquier tronco del lago, era también el peluquero de la clase, no por su arte, sino por ser el más barato: sólo teníamos que escucharle.

Por las noches asistía yo a una escuela de turismo –para ser director de hotel– en la Plaza de la Paja, cuesta arriba hacia la Puerta del Sol, y los fines de semana salíamos de excursión por distintos sitios de España... Hasta que llegó el día: La Ruta de los Castillos, por Segovia, incluyendo La Granja de San Ildefonso, el Alcázar, Pedraza de la Sierra, tema de otra historia, Sepúlveda y Turégano. Me sorprendí un poco de que hubiera un castillo en Turégano, pero muchas veces sucede que el castillo anunciado es una pared derruida, y el resto, imaginación.

Sábado de fin de otoño, temprano por la mañana, muy arropados, iniciamos el recorrido. Pasado el medio día, cansados, llegamos por una pequeña cuesta empedrada a Turégano. Por fin tendría la evidencia de las impertinencias de Holgueras. La estrecha carretera, siempre en piedra, se ensanchó, y el autobús se detuvo en la mitad. Algo perplejo descendí a la calzada; mis compañeros se alejaban con la profesora que había iniciado las explicaciones. Estaba atónito. Miré hacia el frente, y luego hacia atrás... y allí estaba el rótulo: “Casa Holgueras”. Es la forma castiza de llamar a un restaurante, como en francés, “Chez Maurice”, o en mallorquín (y catalán), “C’an Pep”. 

Con la mirada fija y la boca entreabierta me dirigí hacia la casa. No había más vehículos. Había que intentarlo todo.
     –«Vengo de parte de Félix»
Y el mesonero, calvo y espigado, de mejillas coloradas, sacó una muselina de su delantal de cuero para limpiarse las manos, y me ofreció el cordero. Quería tocarlo para demostrarme que lo que estaba sucediendo era verdad. Sentí alas dentro de mí. Estaba muy emocionado para ponerle atención al complejo de culpa que llevaría dentro de mí los próximos veinte años. No acepté el cordero; volví con la clase... A esas alturas el guía era yo.
–«¿Ven ese rótulo allá abajo, a unas tres cuadras, que dice “Pepillo”?» Era el único rótulo, y fácil de ver porque la calle se angostaba.
–«Vamos, continué, que el mesonero tiene las llaves del castillo, y es también el sacristán del pueblo».
Y Pepillo, regordete por el alcohol, luego de servirnos unos tragos para el frío, nos condujo al final de la calle, en la salida del pueblo, a un castillo medieval, austero, pardo como todas las cosas en Castilla, que se exhibía altivo sobre una pequeña colina. El castillo tenía una espadaña, con campana y nido de cigüeña, y era también la iglesia.

Mi asombró se tornó en orgullo. Yo les mostraba algunos secretos de La Ruta de los Castillos a los propios españoles. Me desesperaba por hablar con Carlos en nuestra próxima parada, Segovia, en el Bar Quirós de la calle Zorrilla, para contarle que todo era cierto, que Holgueras no mentía.

Desde ese lunes nos honró reservar el puesto de Holgueras, y hacíamos silencio para escuchar sus fantasías, en las que queríamos estar. Lustros más tarde volví a Segovia y a Turégano. Félix me buscó y me encontró, por la explanada del alcázar.
     –«¡Eh, Robert!»
Mi corazón latió con fuerza. Viré la cabeza.  Era el mismo. Holgueras que siempre había sido: despreocupado, dicharachero, inocente... Noble. Se acercó y me besó en la mejilla, y yo le abracé y le besé. Fuimos a Turégano en un todoterreno de lujo, que mantenía intacta la personalidad de su dueño:  colillas por todas partes, periódicos viejos, jeringuillas para ganado, guantes de caucho y miles de otras cosas que parecían haber estado allí mucho tiempo. En el trayecto Holgueras decía tener tres mil cerdos que criaban entre cuatro amigos. Yo lo miraba cautivado. Me llevó a los tres bares del pueblo, exhibiéndome con orgullo. Bebimos un cubata en cada uno, y Félix fumó unos cuantos cigarrillos. Vi el cuadro, un fresco en realidad, con la escena de la cacería del zorro, y conocí a los dálmatas y los galgos. En las afueras del pueblo tenía Holgueras los cerdos, gorditos y rosados. Había bicicletas. Conocí a su esposa y sus chavales. Pepillo murió algo después.
Propaganda de Casa Holgueras

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