3 de enero de 2015

Accidente aéreo en Francia

El Hôtel de la Grotte. A la izquierda el hotel viejo, donde
dormía el personal. Arriba, el castillo de Lourdes.
Sucedió en Lourdes, en plenos Pirineos, cuando en un verano trabajé de mesero en el Grand Hôtel de la Grotte. Hermosos tiempos. Este era, y sigue siendo, el mejor hotel del pueblo, que en invierno (más de un metro de nieve) tenía unos 15,000 habitantes, y en verano cientos de miles. Nuestro jefe era un Maître espectacular, fino, exigente, artista y maestro. ¡Cuánto le debo de mi aprendizaje! Progresé rápido, y fui ascendido de ayudante a medio mesero, demi chef de rang, en francés. Esto quería decir que me podía permitir tomar ciertas órdenes de los clientes, pero sobre todo que a partir de ese momento yo tenía un ayudante... Y mi ayudante fue, esta es otra historia, nada menos que Martín Ventura, el único alumno de la Escuela de Hostelería de Madrid que había perdido el año en servicio.



El caso es que en medio verano me llega una carta --esas de sobre y estampilla-- de la Escuela, pidiéndome que me presente inmediatamente. ¡Se acabó el verano! ¡Se acabó la magia de Francia, Dominga! Fui a presentar mi renuncia, apenado, al Director, que además era el propietario: M. François Ginguené. Se mostró en extremo sorprendido, y algo molesto.

--¡No te puedes ir en media estación, tenemos mucho trabajo, ¿de qué se trata?
--La verdad, no lo sé monsiur; solo dice que tengo que presentarme.
--De ninguna manera. Si tienes que ir, yo te llevo en mi avión.

Hasta ahora no salgo de mi asombro... El dueño del hotel me llevaría a Madrid en su avión y me traería de vuelta. Bueno, a esas alturas yo hacía los lunes de segundo o tercer maître, porque el primero tenía libre. Trinchaba, flambeaba, era muy elegante. Pero estas escenas me ayudarían a entender para siempre la importancia de mi oficio, y luego de mi profesión. Cuando comenté a la brigada, con bastante orgullo (sacando pecho, decimos) que M. Ginguené me iba a llevar en su avión a Madrid, el primero en reaccionar fue Joël, el de Armagnac:

--¡Pero, no, Robert, cómo te vas a subir en el avión con el patrón, si no sabe pilotear!

Y los demás completaron las advertencias y augurios. --¡Bah! Envidiosos, pensé. Así es que llegó el día, y fuimos a un potrero, o un aparcamiento de avionetas, donde había muchas, muchas naves una junta a otra, unas afuera, otras en los hangares. Nos acompañaban los dos hijos del jefe, de unos cuatro o cinco años el menor, y unos diez años, ella. Les correspondió el asiento de atrás, y a mí el de copiloto. Todo esto era emocionante. Arrancamos, y fuimos serpenteando entre las naves. Debíamos despegar e ir al aeropuerto internacional de Lourdes a hacer aduanas y migración.

Era un día de cielo azul y cielos despejados. El avión no era más que un saltamontes mecánico colgado en la inmensidad del espacio. Nos aproximamos al aeropuerto de a de veras, enorme. Y muy despacio fuimos llegando al suelo y tomando pista. El instante que topamos el asfalto, el pequeño aparato salió a la velocidad que íbamos, que en tierra no se veía tan lenta, en cuarenta y cinco grados hacia la derecha, afuera de la pista: se trabó la llanta de atrás, la de la dirección. Eran momentos de angustia. Recordé rápidamente mis lecciones de pilotaje (¡ningunas!, solo había leído un manual que me había prestado mi tío Mario años atrás. Mario trabajó con unos millonarios, gánsters sería mejor, en República Dominicana), me serené, y jalé hacia atrás la palanca que estaba a mi izquierda; una especie de embrague de tractor: el avión giró más de noventa grados a la izquierda, y nos salimos de la pista. Se quebró el ala izquierda, estábamos rodeados de motobombas verdes y vehículos de auxilio. Yo trataba desesperadamente de salir del avión antes de que explotara (no iba a explotar nunca, si no habíamos cargado combustible), pero las puertitas-ventana esas son difíciles de abrir, se necesita jalar el pestillo a la izquierda, girar un cuarto de vuelta hacia arriba y volver a jalar no sé para qué lado. El caso es que fui el primero en salir, y ahora que lo veo tengo menos remordimiento de no haber ayudado a los niños: si yo no salía, no había forma de que lo hicieran ellos.

De regreso al hotel fui el hazmerreír de todos, me señalaban con el dedo diciéndome:

--¡Te dijimos! ¡Te dijimos!

Llegué a Madrid en tren.


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