Todo fue cambiando. La Marta decidió
empezar su vida cuando todo había terminado: se cruzaba en la calle con su
exesposo, su amante moreno del Caribe, saludando como buenos amigos, como
aquellos que compartieron el lecho sin mucha idea del amor. Es la adolescencia
tardía a la que no todos, o todas, tenemos derecho. Este recuerdo penderá
siempre como amenaza y duda en la frágil convicción de vivir de Carlos. Nada
volverá a ser igual... A la nada anterior.
La Marta, el motivo del más falso
divorcio de Segovia, cuando sus hijas tomaron su camino, optó por su perro y
por ella, vía de Canarias, el destino más alejado al que podía pedir su
traslado como profesora de instituto. Allí tiene que haber sol, vientos alisios
(aquellos que en verano soplan del archipiélago hacia el Mar del Norte, buen
sitio para morir), espacio para vivir y olvidar el Azoguejo, el acueducto, el
frío álgido de enero que no entra en los bares pero que permite disfrutar la
charla de las narices rojas con los parroquianos, amigos quizás. Un tabaco
verdadero, de los que ella fuma, y uno sustituto de los que Carlos deberá
dejar, como a El Trovador, a Ana, al despertador, a las pastillas de dormir y
de despertarse. La única droga que Carlos repite es la rutina, como sus horas
que ya no se anuncian con las campanas de la catedral, La Juvenil, las nietas
por goteo, los churros, y esperar sin calendario una llamada de Robert, ahora
que se puede llamar.