10 de enero de 2015

Holgueras, antes del final

La cacería, con el padre de Holgueras en el caballo
Y así seguimos creciendo, es decir, envejeciendo. El Félix en la huerta, los chicos por ahí, sin casarse siquiera, y la Lourdes frente al asador… y la casa, y su madre enferma. Cada vez hace más calor, pero nieva menos. Aun así, Turégano cambia poco: las casas de la Plaza España están medio abandonadas, como la casa grande, la Casa Holgueras de antaño que se ha quedado hasta sin el cuadro de la cacería, el de los galgos.
--En fin, que para chatos todavía queda. Del cuarto de cordero pasaron al cuarto para dos, con doble ración de pan… ¿A dónde iremos ahora que han quitado la extraordinaria a los funcionarios y nos han subido el IVA? Pues… para menos.
Contaba Carlos (el de la Anita y su esposo Santiago, el escritor… Sí, escritor como Victoriano), que ni el de las cervezas te da crédito… ¡Pues claro! Si a la semana siguiente cualquier negocio ya ha cerrado. Todos cierran. Nosotros talvez no, porque en Segovia Carlos se las arregla con los churros a los universitarios, y uno que otro pincho a los vecinos. Además, todavía le quedan las tragaperras y el instituto. En Turégano, seguimos teniendo el mejor cordero de Castilla. En Carbonero El Mayor algo ayudan las secadoras de jamón, pero se sale con menú del día, de a seis euros.

Holgueras, nuevamente

Tito y Lucy en el portal de Holgueras
Cuando la historia regresa lo hace de varias maneras, como deteniendo el tiempo: la mañana es oscura, con una densa neblina reptando hacia el arrayán; hace frío; ha llovido varios días casi sin tregua, como la vida de algunos.

Todo empezó en Valsaín,[1] el pueblecito antes de La Granja, en la estribación norte de Guadarrama, un día de este mismo invierno. Nos habíamos detenido a jugar el mundo de la nieve en Navacerrada, entre la multitud de esquiadores con atuendos de colores, y los coches amontonados, y la telesilla de una pista digiriendo a los niños, como en el cuadro mágico de Goya, en El Prado. Era un frío delicioso, de añoranza, de libertad, de felicidad en un mundo que cambia demasiado. No encontramos la Fonda Real, el restaurante donde habíamos trabajado fines de semana en nuestros días de la escuela Félix y yo, aunque nunca coincidimos. Ahora había muchos caminos, como los hay en todas partes, con gente desconocida, refugios, hoteles, sitios para comer. Mi paraje de otros tiempos, el Puerto de Navacerrada, era el sitio turístico de invierno más cercano a Madrid, saturado de edificaciones y visitantes.


Holgueras, el inicio

Casa Holgueras en la sombra
Los días de la Escuela de Hostelería fueron siempre fríos. Madrid, nueve meses de invierno y tres de infierno. Las mañanas de otoño por el Paseo del Ángel mordían las puntas de los dedos, y la primavera en la Casa de Campo, junto al Lago, era tan gélida como los vientos que llegaban desde la sierra de Guadarrama. La chaqueta blanca de algodón sólo nos hacía añorar el verano. Las rutinas se enriquecieron con la fantasía y la ilusión de los años frescos. La Villa y Corte tenía el encanto de un continente diferente, elegante, sin el conflicto de la personalidad histórica de los sudamericanos.

3 de enero de 2015

Accidente aéreo en Francia

El Hôtel de la Grotte. A la izquierda el hotel viejo, donde
dormía el personal. Arriba, el castillo de Lourdes.
Sucedió en Lourdes, en plenos Pirineos, cuando en un verano trabajé de mesero en el Grand Hôtel de la Grotte. Hermosos tiempos. Este era, y sigue siendo, el mejor hotel del pueblo, que en invierno (más de un metro de nieve) tenía unos 15,000 habitantes, y en verano cientos de miles. Nuestro jefe era un Maître espectacular, fino, exigente, artista y maestro. ¡Cuánto le debo de mi aprendizaje! Progresé rápido, y fui ascendido de ayudante a medio mesero, demi chef de rang, en francés. Esto quería decir que me podía permitir tomar ciertas órdenes de los clientes, pero sobre todo que a partir de ese momento yo tenía un ayudante... Y mi ayudante fue, esta es otra historia, nada menos que Martín Ventura, el único alumno de la Escuela de Hostelería de Madrid que había perdido el año en servicio.



24 de diciembre de 2014

Jugando a la democracia

En quinto curso del Colegio San Gabriel, amparados por el espíritu de liderazgo jesuita, alumnos de ilustres maestros que luego serían ministros de estado, presidentes de la república, altos dirigentes gremiales, científicos, jueces. Sí, desde esas aulas se formaba el futuro; un futuro que en mucho continúa en el mismo lugar.

Estábamos en esas elecciones sin campañas, en que algún amigo le propone a uno para presidente del curso, sin discursos, y se vota. Pero ya habíamos tenido una primera votación que no dio resultados, de modo que íbamos a intentarlo nuevamente. Yo era uno de los candidatos para esa ronda final. Se decidió que la votación sería secreta… Esto iba en serio. Cada uno escribió un nombre en su papelito y lo depositó en la caja. No éramos muchos, quizás veinte. La situación era angustiante porque no había mucha opción de ganar.

VIP en el Met de New York

Mary Cassatt, La taza de té, óleo sobre lienzo
Me encontraba en New York de trabajo, acompañando a un cliente de Quito a comprar equipos  para un nuevo restaurante, y les advertí que el sábado no podía ir con ellos de compras por cuanto ya había previsto hacer algo por mi cuenta. Cuando se enteraron que iba a 'un museo', me dejaron en total libertad. Era un enero particularmente frío; se anunciaba una de las peores nevadas para el domingo.

Fui al Museo Metropolitano ubicado en el maravilloso Central Park, con mi atuendo de anónimo: cualquier pantalón, camisa que no combina, chompa y gorra de lana, sin afeitarme. Llegué al vestíbulo del museo, y me dirigí al mostrador circular en medio de la sala, donde atendían unas doce ancianitas voluntarias, dando información a niños de escuelas y otros visitantes.

La costurera de botiquín

Caja Seca, la casita
A 16 kilómetros del lago de Maracaibo, en Caja Seca, pueblo-gasolinera cuando la carretera se ensancha, al estilo de Patricia Pilar, en Nueva Bolivia, municipio Febres Cordero, entre el estado Zulia y el estado Mérida, a orillas del Torondoy, pasaba la gente del trópico sus días como en Aracataca, gestando la magia del mañana, sin saber que estaban en dictadura porque hasta tan lejos no llegaba.
La mecánica de Carlos, el kiosco de Valentín, el carnicero; la pensión donde la señora Anita y la Mary tendían las camas sin necesidad de cambiar sábanas eran parte del encanto fantasmal. El pueblo (¿era un pueblo?) tenía tres botiquines que se llamaban San Antonio, Gota de Leche, y del tercero no me acuerdo. Los botiquines eran de esos sitios donde se vende cariño, por momentos; donde se olvida todo, donde se recuerda poco.