21 de diciembre de 2014

Andorra y el baile del vientre

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Hotel Co-Princeps
En St. Julià de Lòria, Andorra, de 81 habitaciones, a seis kilómetros de Andorra la Vella, tres estrellas, “confortable y de fácil acceso a las pistas de esquí de La Rabassa, Grandvalira y Vallnord”, trabajé un par de temporadas cortas, haciendo de todo: mesero, medio maître, ayudante de cocina, bartender… Vale decir que el resto del año, verano excluido, el hotel cerraba. 

Hermosos tiempos. Trabajar de extra suponía comer bien, y tener cama. Habríamos ido gratis. Era una navidad de mis días de la escuela de hostelería; trabajábamos casi sin descanso, salvo cuando podíamos escaparnos alguna tarde a jugar fútbol en la cancha frente al hotel. Pero no se engañen, esto no es tan fácil, en Andorra todo es montañas, y en una de ellas está el hotel. La carretera tiene precipicios, salvo un tajo en la tierra que es la cancha. Cuando la bola sale de ese lado… Nunca más regresa, no es mentira. Al frente, no demasiado lejos, se observa un pastor y su fila de ovejas, desafiando el abismo.

No me explicaba por qué nadie seguía la bola cuando ésta iba a las esquinas de la cancha, solo yo. Claro, la cancha era de tierra y en las esquinas había yerba… que a su vez tenía siempre un hielo imperceptible. Me caí dos veces, y a la segunda me fracturé el tobillo. Escayolado. Arruiné el trabajo. Todos consternados.
Un par de días más tarde recibí la visita de una inspectora del trabajo. Don Antonio Moreno, el director del hotel, nos acompañaba. La inspectora inquirió:
-- Cuénteme qué le sucedió.-- Me caí jugando fútbol.--¿Jugando fútbol?--Sí, señora.--¿Dónde?
Continuó el interrogatorio.
--En la cancha de al frente.--¿En cuál?--En esa.
No lo creyó, e insistió:
--¿Seguro se cayó jugando fútbol?--Sí, jugando fútbol.--¿No le pasó algo en el hotel?
Y Don Antonio solo escuchaba.
--No, no fue en el hotel.
Yo no sabía que si decía que fue en el hotel era un accidente de trabajo que nadie podía cuestionar, y que me podía hacer “millonario”. Pero jamás lo habría hecho. Esto dio lugar a una gratitud inmensa de Don Antonio, que no solo me cuidó los días que faltaban para regresar a Madrid, sino que me pagó las mil trescientas pesetas diarias más un bono aunque no trabajé. Para que tengan una idea de qué significaba ese dinero, una caña de cerveza valía cinco pelas, y una buena cena no llegaba a quince o veinte. Además me dio uno de los certificados más hermosos que he recibido, que desapareció con esa tinta de las copiadoras antiguas.
Antes de continuar debo decirles que yo, sin ser el mesero con más preparación ni experiencia, era la estrella. Mi vocación eclosionaba a borbotones. Había una caja de vodka en la bodega que no salía nunca[1], y decidí que yo me hacía cargo. Hice unos tent-cards promoviendo distintos cócteles (Screwdriver, Presidente, Tom Collins, etc. Todos con vodka, aunque sus recetas originales sean con Gin. Vendí todo lo que quise a unos marines que fueron unos días al hotel, desde su barco atracado en Barcelona.
En navidad preparé una cena especial, y digo preparé porque el chef solo hacía menús. Deben ustedes saber que en la cocina solo trabajaba el chef y nadie más. Las camareras, que también hacían la lavandería, ayudaban con las ollas y los platos. Yo, cuando terminaba mi turno de desayunos, que era todos los días, iba a ayudar a cocinar al chef, de quien tengo los mejores recuerdos. Bueno, sigo la cena navideña. Fui a la panadería de al lado y le negocié al panadero masa de croissants, ya que no tenía hojaldre, y creé un postre con fresas y crema. Pero esto era solo para la mesa del Director. Serví desde gueridón, y flambeé la carne. Todos nos quedaban viendo. Pero a mí me quedaba viendo la esposa del Director, que era algo mayor que yo (Lucy, no fue en tu tiempo…).
Recuerdo que me cruzaba con ella, no sé su nombre, en escaleras y pasillos, y me ruborizaba porque sus ojos oscuros, vivos, me sonreían. Era muy agraciada, algo llena, para nada flaca. Gentil con todos… Conmigo un poquito más.
El servicio tenía sus habitaciones comunes en la buhardilla, donde yo pasaba mis horas de escayolado. Los fascinerosos de mis compañeros me llevaban en andas las noches a las discotecas, con la condición que no dijera que el yeso era por el fútbol, sino en la pista de esquí No. 5. Esto atraía chicas, que ponían sus firmas en mi pierna. Fui famoso.
Pero la parte interesante de esta historia es el almuerzo. La esposa del Director, casi mi amiga, me llevaba la comida a la buhardilla, como aquella del Hotel de Flandre, en París, donde García Márquez escribiera “El Coronel no tiene quien le escriba”, y Vargas Llosa, por casualidad años más tarde, “La Ciudad y los Perros”. Todos éramos pobres, solo que yo escribía menos, sin formación, sin ninguna ambición ni visión de premios Nóbel. La doña subía en compañía de la nana de los niños, y a veces también con los niños. Conectaba un equipo de sonido portátil, ponía música y bailaba para mí mientras yo comía. Esto, como comprenderán, me escayolaba todo. Estas son mis páginas mejores, como las de Julio Camba, me parece.


[1] Los esquiadores comen mucho, duermen mucho, beben poco. No gastan.

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Recepción y vestíbulo

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El comedor... remodelado.

1 comentario:

  1. Definitivamente esta es una de mis historias favoritas!!! Gracias por escribir tan lindo, cuando leo es como si pudiera escucharlo y verlo contar.

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