Entonces, la China quedaba muy lejos. Nadie iba. Todo empezó… (¡esto me recuerda a Indro Montanelli diciendo que la historia de Europa empieza en China!) cuando en un viaje a California, con los niños pequeños y la familia de mi hermano, pasamos la primera noche en un hotel Ibis (no los de Accor de ahora), en las afueras de Los Ángeles… Un lugar limpio, nuevo, casi de barrio. Tenía una agencia de viajes (en realidad una especie de clóset grande), en el vestíbulo. Se llamaba Katella. Tomé un folleto que decía “China por $940”. Esto me produjo asombro, pues entonces las excursiones a Europa desde el Ecuador costaban varios miles de dólares. El tour consistía en 17 días por Hong Kong, Guangzhou, Shanghai y Pekín, que entonces comenzó a llamarse, para nosotros, Beijing. Pasajes aéreos desde Los Ángeles, desayuno y una comida incluidos. Guardé el folleto.
Meses más tarde logré comprar las excursiones para mí, mi esposa y mis papás. Les recuerdo que no había Internet; la China todavía olía a la revolución cultural de Mao. De hecho Deng Xiaoping, compañero de Mao en la Larga Marcha, lideraba el país hacia la verdadera revolución social y económica. Esto fue antes de Tian'anmen. En fin, llegamos a Katella a retirar los recibos y pasajes aéreos que nos permitirían hacer el viaje. Todo en orden, es decir, que no nos habían estafado, que era el primer temor de estas compras por télex.
Nos hospedamos frente al aeropuerto, con la sola misión de salir al siguiente día rumbo a ese eternamente lejano país, China. Nos presentamos en el mostrador de Canadian Pacific… y empezó el desencanto: no nos embarcaron, ¡porque no teníamos visa para Canadá! ¿Y quién quiere ir a Canadá?, pregunté yo. Nunca nos dijeron que la ruta de Los Ángeles a Hong Kong pasaba, imagínense, por Vancouver. De nada sirvió discutir ni argumentar, no nos subieron; de vuelta al hotel, frustrados, acabados. No había que comprar tours por télex y punto.
Fuimos, con maletas, al consulado de Canadá en Los Ángeles. Oficinas impecables, con ventanillas con vidrios antibala que imposibilitan casi hasta hacerle una sonrisa a cualquier consulesa. En la sala había de todo: desaliñados, sucios, desarrapados, tatuados, enternados… Me sentí infeliz, responsable, como era, de la desdicha de Lucy y mis papás. Cogí un numerito, como en delicatessen de súper, y esperé. Algún rato me tocó el turno. De pie, como en mostrador de banco, una chica rubia, una señora joven, más bien, acogió mi lamento. Le explicaba yo mis desventuras, pero la posibilidad que a unos ecuatorianos, esposa y papás incluidos, les den visa para Canadá en Los Ángeles, cuando los aplicantes no viven allí, más aún si no tienen un solo documento además que sus pasaportes, era casi imposible. La chica me hizo preguntas mientras me observaba con verdadera pena y conmiseración. Conversé pausadamente, inteligentemente, mientras la familia aguardaba sentada a distancia prudente. Utilicé mi mejor tono, mi porte más altivo pese a estar destruido. Salimos con las visas. No, no había la posibilidad de hacer la conexión internamente en Vancouver, debíamos tener visa.
Una vez en el hotel se me ocurrió llamar al mayorista que organizaba este viaje, según se deducía del folleto: Jet Tours. Hablé con el gerente, que se mostró muy preocupado, y me pidió que fuera a verlo. ¡Bendita coincidencia! Jet Tours tenía sus oficinas principales en Los Ángeles, en las afueras, por supuesto. Alquilamos un auto viejo muy pequeño, porque por día sale muy caro. Fuimos con Lucy en búsqueda de una oficina en los arrabales del norte de Los Ángeles, sin GPS, que no se había inventado, con un mapa improvisado.
Llegamos a una casa vieja, algo oscura. El dueño era un chino, que nos recibió inmediatamente en medio de escritorios, papeles, humo de cigarrillo. Lo primero que hizo fue disculparse y asumir la responsabilidad del malentendido, pues la agencia debía habernos informado de la necesidad de la visa. Pero objetivamente hablando, esa minúscula agencia en un hotel modesto, de cualquier barriada entre Los Ángeles y Disneyland, jamás se habría esperado vender China a ecuatorianos. Los estadounidenses no requieren visa. Atardecía. El chinito, lo digo por gratitud, nos reorganizó el viaje a partir del siguiente día, en hoteles de lujo, con guía y chófer solo para nosotros en cada sitio. Perdimos Shanghai.
Salimos de la oficina del mayorista felices; íbamos a China. De pronto nos encontramos, en medio de la nada, en una zona residencial alejada, con una avenida sin parterre que intentábamos cruzar, sin semáforo, por la que circulaban, como es normal en L.A., miles de vehículos. Luego de una prudente espera tomé valor, y me lancé a las fieras. Cuando casi había cruzado completamente la vía, mi esposa lanzó un grito que me hizo detener el auto a raya; un ciclista venía, en bajada, hacia nosotros, y se estrelló en el costado derecho.
Discutí en inglés, sabe Dios qué inglés era, con el ciclista caído, porque todo indicaba que era latino, y así yo pasaba por gringo. Se quejaba de varios dolores, y de que su bicicleta de carreras nueva… parecía acordeón. El sujeto gritaba pidiendo ayuda a los vecinos, pero éstos, fieles a su tradición, cerraban puertas y le daban la espalda. Luego de largos minutos el tipo me mostró la factura de la bicicleta, y yo decidí comprársela. Hube de pagarle $500 (cuando el tour a China costaba $940). Tuve suerte de tener ese efectivo, que, por lo demás, nos dejaba con dinero limitado para el viaje que aún no empezaba. Casi no usábamos tarjetas de crédito. La argumentación final fue quién se llevaba la bicicleta. Al siguiente día salimos hacia Canadá.
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