El PRI estaba en flor. México era un paraíso de música y alegría, las mordidas no hacían daño a nadie, sino menos pobres a algunos. La cadena de hoteles Camino Real pertenecían a la poderosa Banamex, y estaban afiliados a Western International Hotels (ahora Westin Hotels), de propiedad de United Airlines. Se había abierto hace poco, en la zona rosa, el hermoso hotel Galería Plaza, de la misma compañía. Este hotel tenía uno de los tres mejores restaurantes gourmet del D.F., el Île de France. Los otros dos eran el Fouquet’s, del Camino Real de Mariano Escobedo, y el Maxim’s, del Hotel Presidente Chapultepec.
El Galería Plaza había contratado a Arnulfo Flandes, un mexicano treintañero guapo, de brillantina y pistola automática plateada, como Jefe de Recursos Humanos. Flandes nadaba en plata; el trabajo era solo una forma de incluirse en la sociedad de la capital, y de pasar a formar parte del glamour de los hoteles finos. No estoy seguro del origen del dinero; su familia era de Veracruz.
Un buen día Flandes me invitó, como cliente, a comer en nuestro Île de France, a mí que era el Director de Alimentos y Bebidas del hotel, y que no pagaba en ninguno de sus restaurantes. Acepté gustoso. En México, como en España, la primera hora para almorzar es las dos de la tarde. Nos sentamos en una banquette de terciopelo azul, y disfrutamos de aperitivo, vinos franceses, gran comida. Recuerdo con saudades lo feliz que fui. Como a las cinco de la tarde solo quedábamos dos parejas, nosotros y dos viejas sentadas justo al lado nuestro, que hablaban en francés. La que estaba frente a mí tenía unos treinta tardíos, además de bellos ojos verdes y cabello rubio corto, al estilo de los setentas. Claro, era vieja porque yo había cumplido apenas veinte y ocho. La otra vieja, pequeña, blanca y arrugada como pasa de Corinto, podía haber tenido unos cincuenta. ¡Vaya perspectiva!
Con la valentía del alcohol se despertaron nuevos apetitos. Flandes, con la discreción que se podía, me sugirió que invitáramos a las señoras un champagne. Abusábamos del español. Llamé con una pequeña venia al sommelier, que había quedado de turno con nosotros, un chico francés educado, y le pedí que hiciera la invitación a nombre nuestro. Minutos más tarde decía algo en su idioma a las señoras, mientras nosotros nos hacíamos los locos, y mirábamos hacia otro lado cruzando los dedos. Flandes y yo, por demás está decirlo, íbamos a por la rubia. Minutos más tarde se acerca el sommelier y me dice muy quedo al oído que las señoras han aceptado, y me pregunta qué champagne sirve. Me dije a mí mismo,
−Cristal… ¡No es para tanto!, Dom Pérignon, tampoco.–Moët & Chandon está bien, balbucée finalmente.
Con la pausa del sitio elegante, nos fueron servidas las copas flauta (eran los tiempos de las copas clásicas, abiertas). Regresamos a ver a las señoras, y brindamos aproximando nuestras copas a las de ellas, con mi francés bastante bueno, pero ellas retiraron bruscamente las suyas sin permitir que chocáramos; nos llamaron la atención por intentarlo con copas de cristal, que se podían quebrar. ¡Buuuuu! Quedamos muy mal, se reveló lo que éramos. Perdimos todos los puntos que habíamos ganado con paciencia, dificultad y elegancia.
La rubia, mientras bebíamos lentamente, tenía una sonrisita a modo de mueca burlona, que nos iba fastidiando. Le pregunté, educadamente, de qué se reía; contestó:
–No nada… de nada.
Algo no estaba bien porque la risita se mantuvo, hasta que perdí la paciencia, y con firmeza volví a preguntar:
−Madame, ¿de qué se ríe usted?, esto en francés, por supuesto. Y la rubia finalmente contestó:
−Lo que sucede es que estoy muy familiarizada con este champagne.
(Lo que me faltaba)
−Y ¿a qué se debe su familiarización, madame?
−Es que yo soy la condesa de Moët.
¡¡Ohhhhhhh!! ¡Qué cuentazo de la vieja que parece más gringa que francesa! Esta no nos la tragamos. Pedí que me excusaran un momento, y fui a la recepción del hotel, y pasé adentro del mostrador, empujando a la Manuela, escondido de Vaillancourt. Teníamos el rack, hoy desaparecido, además del sistema computarizado. Bueno, el fin de esta historia es que sí estaba hospedada la Condesa de Moët, que le brindamos ese champagne a la dueña del château, y que la otra señora era su dama de compañía, de origen español. Las señoras habían entendido todos los comentarios que hicimos antes de tomar valor, no todos ortodoxos. Pensándolo bien, no habría estado mal el Dom Pérignon, también de propiedad de Moët. Hoy me parecerían muy jóvenes las señoras.
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