Virginia Betancourt, años más tarde |
Irving es un intelectual fino que hizo durante largos años un trabajo serio por el departamento de Cultura del Banco Central, gran editor e investigador, Secretario Técnico del Consejo Nacional de Cultura; y Virginia es hija del gran Rómulo Betancourt, ex Presidente de Venezuela, el de los tiempos de Caja Seca, creadora de la Red de Bibliotecas Nacionales en su país y directora de la misma durante veinte y cuatro años, fundadora del Banco del Libro, presidente de Fundalectura.
Terminaba, la Dra. Betancourt, su visita de asesoramiento a los distintos fondos bibliotecarios del Banco Central, incunables incluidos, y recibía este pequeño banquete de comida ecuatoriana en el Restaurant El Conquistador, del hotel. A cierta hora, terminado el ágape, Irving me pidió que fuera al restaurante a saludar a la Dra. Betancourt, al tiempo que me felicitaba porque todo había salido bien. No fui del mejor ánimo, porque tenía que interrumpir mi trabajo, pero bajé al comedor. Todavía recuerdo que vestía yo un terno palo de rosa, que mi madre me había enviado a Guatemala un par de años antes.
Cuando llegué, todos se pusieron de pie incluida Virginia, mientras ceremoniosamente Irving me presentaba como el señor Gerente, a la visitante ilustre. Me sentaron a la izquierda de la dama, e inmediatamente ella inició una fluida e interminable conversación (“Gloria al bravo pueblo…”); me acaparó, en verdad. La mesa hizo silencio. Solo se le escuchaba a ella, y de vez en cuando a mí, que me defendía. Poco a poco, en medio de la amabilidad venezolana, nos íbamos incomodando todos; algo no estaba bien, pues yo era el invitado de piedra que se transformó en el centro de la reunión.
Poco a poco, luego de cerca de dos horas, todos, menos ella, por supuesto, nos fuimos dando cuenta de que la dama me había confundido con el gerente del Banco Central… ¡Vaya situación embarazosa! Había que tomar una decisión y resolver el embrollo. Me puse de pie sin darle opción a Virginia a nada, e inicié la despedida “porque tenía que regresar a mi despacho”. Todo el mundo se puso de pie como un rayo, respirando porque se acercaba el fin del martirio, pero no fue así. Ella no estaba tan dispuesta a perder la batalla fácil: me cercó, me acosó, mientras los presentes, de pie todos, me hacían bomba. Virginia fue terminante:
−Señor gerente, no le permito que salga de aquí si antes no autoriza el viaje (¿qué viaje?) del Dr. Zapater a Venezuela, a una gira de observación de las bibliotecas…
No les alargo el cuento. Irving ya no era pálido, sino transparente, y sudaba perlas. Todos sufríamos tratando de hallar la forma de no dejar en ridículo a la bibliotecóloga (título que también ostenta mi esposa, por la Universidad San Francisco, cum laude)… Fueron dos o tres minutos eternos. Autoricé el viaje, y salí desesperado de la reunión. Fui gerente del Banco Central… por un día.
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